Abre una botella, que tenemos que estudiar

Abre una botella, que tenemos que estudiar

Estudiar así da gusto. Es la opinión dominante entre los alumnos del curso sobre vino y enología de Motril, donde hoy ha comenzado la parte más interesante del programa. En ella tendrán que afinar al menos tres de sus cinco sentidos para sacar todo el partido a las lecciones que les impartirá el enólogo y sumiller Dionisio Antonio Carrillo. El proceso es complejo, pero también es muy atractivo y aún más efectivo. Gracias a las pautas del experto, los participantes se convertirán en el centro de atención de las comidas y de las cenas señaladas a cuenta de sus capacidades para distinguir los mejores vinos para la ocasión, o, lo que es lo mismo, “el conjunto de sensaciones que deja el vino tras haberlo olido y haberlo probado”, el archiconocido y poco comprendido bouquet.

El orden es el siguiente. Lo primero es prestar toda nuestra atención al aspecto del vino, algo que conseguiremos poniéndolo a la altura de los ojos y a contraluz. Cuanto más cristalino, brillante y limpio, mejor. No interesa que esté turbio. Una vez se hayan evaluado el color, el brillo y la limpieza del vino lo más difícil es distinguir el color concreto que mejor define su aspecto. Amarillo limón, oro pálido, oro viejo y amarillo dorado son sólo cuatro ejemplos de las 20 a 25 tonalidades que llegan a manejar los sumilleres para los vinos bancos y rosados. En el caso de los tintos son algunas menos, aunque igualmente originales.

Una vez que le hayamos sacado los colores al contenido de la copa comienza la fase olfativa, en la que entra en juego “uno de nuestros sentidos más desarrollados”, señala Carrillo. El olfato se aplica a la copa para captar una serie de sensaciones que dan infinidad de pistas sobre la elaboración del vino, sobre sus ingredientes y sobre su proceso de maduración. El aroma es como una partitura que hay que interpretar, para lo cual entra en juego la memoria de cada uno, la responsable de que las personas tengan más o menos capacidades de indagación en la composición del líquido. Además, hay que saber distinguir los aromas que proceden de la uva, los primarios, de los secundarios, que proceden de la fermentación alcohólica, y de los terciarios, que son el producto de la crianza en madera.

 

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Pero para oler bien un vino hay que hacer todo un alarde de técnica, pues hay varias maneras de olfatearlo. “A copa parada se percibe la intensidad aromática del vino, mientras que con la copa en agitación se distingue la calidad del aroma”. Aromas elegantes procedentes de la uva, aromas a la madera de la crianza… Las fragancias son infinitas, pero también los defectos. Para percibirlos se coge la copa por la peana y se agita violentamente, no de la manera suave que se utiliza para prestar atención a las bondades de los caldos. De esta manera será más fácil distinguir si tiene restos indeseados o si, sencillamente, está pasado. La fase olfativa es tan completa que continúa incluso después de vaciar la copa. “Una vez que no hay vino en la copa se analizarían los matices cualitativos. Si un vino es muy aromático manchará la copa incluso después de terminar la cata”. O sea, que cuanto más manche y más recuerdos aromáticos deje, mejor calidad.

Tras estas dos fases sólo resta aplicar el sentido del gusto, siempre sin perder de vista que este sentido está estrechamente ligado al del olfato. “Una vez que se hecha el primer trago se pasea un poco el vino por la boca”, explica el enólogo. La punta de la lengua distingue los sabores dulces, los extremos están diseñados para distinguir los salados y los ácidos, y el final de la lengua es la zona del amargo. Según la intensidad “hay vinos que dejan buen recuerdo en boca, hay vinos persistentes y vinos de fácil paso por boca”, que son los más efímeros. Si el olfato y el gusto dan los mismos aromas, no lo dude, está usted frente a un vino de buena calidad. ¡Qué aproveche la experiencia!

 

Andrés Masa

Curso: Vino y Enología: cultura, simbolismo y hedonismo

Sede: Motril